lunes, 3 de marzo de 2014

Hacia la tarde.

El aire en las calles de la  congestionada avenida Abancay, por momentos, caía en ráfagas densas y malolientes debido a la polución. El resoplo atronador de los motores de autos, ómnibus y sus bocinas,  más el tedioso bochorno del atardecer convertían,  a diario, ese rincón de Lima, en un lugar poco o nada saludable. La tarde empezaba lentamente a hacerse noche, entonces don Pancho arrió su toldito, de una ojeada calculó los magros intis del día, cubrió con un manto sus golosinas, empujó su carretilla y exclamó, juguetón: “Hijito, vámonos a la casita”. Mientras él y su pequeño bajaban por la larga avenida semejante a un profundo cañón entre los escarpados y grises edificios, algunos  faroles se encendieron con timidez.
Muchos transeúntes, apresurados, parecían dificultarles el paso. Eran más de lo habitual a las seis de la tarde. Padre e hijo iban contra la corriente,  el niño buscó el borde de la chompa de lana de su padre para sujetarse. Don Pancho notó inquietud en su hijo y le dijo: “Toma  estos caramelitos con sabor a naranja, hijo”. El niño los tomó y empezó a saborearlos. Pero al llegar al cruce con la avenida Nicolás de Piérola un gentío vociferante les cortó el paso. Decenas de empleados bancarios lanzaban consignas a voz en cuello contra la estatización de los bancos. Blandían carteles y banderolas con inscripciones de modo amenazante. Juanito se asustó y se apretujó entre su padre y la carretilla. La congestión vehicular y el tumulto terminaron por convertirles la tarde en una pesadilla. Don Pancho se puso en alerta y enrumbó su carretilla hacia otro camino. Las bocinas aullantes de los vehículos y los gritos de los empleados en la avenida recordaban el estruendo de un río surcando el cañón entre los sombríos y amenazantes edificios.
Padre e hijo prácticamente huyeron dejando atrás aquella multitud vociferante. Se internaron por callecitas apacibles y estrechas. Don Pancho empujaba su carretilla con mucha convicción, sabía ya hacia dónde dirigirse con su hijo. Bajaron por un largo y angosto jirón cuyos tenebrosos edificios a los lados parecían fauces a punto de cerrarse y engullirlos. Pero entonces Don Pancho hizo una pausa, compró un paquetito de calientes yuquitas fritas para su pequeño, dejó su carretilla estacionada y llevó a Juanito hacia unas escaleras de mármol en medio de unos frondosos y verdísimos poncianos cuyas ramas y hojas bailaban alegres con la brisa. El niño saboreaba las tiernas y sabrosas yuquitas cuando su padre lo detuvo en lo alto, y le dijo: “Mira Juanito, alza la vista”, el niño miró a su padre y luego levantó la vista al horizonte: la ciudad pareció abrir sus fauces. Juanito quedó extasiado por larguísimos segundos al ver ese vasto y silencioso mar color espliego del cielo de verano limeño. Las nubes semejaban remolinos de espuma creadas por olas extraordinarias en busca de una playa más allá de lo que Juanito podía imaginar. Los últimos rayos de sol doraban esos bordes espumosos a la vez que una marea rosácea y sutil impregnaba el profundo cielo, la inmensidad fulgurante de aquel remoto océano. Aún más allá, un mar incandescente esperaba  la inminente noche.
Don Pancho, de cuclillas, a su lado, contempló reconfortado la mirada fascinada de su pequeño hijo volcada al cielo.  Respiró profundamente mientras una tierna y breve sonrisa se le dibujaba en el rostro.

 
alt="el crepúsculo a diario"
Abancay con Nicolás de Piérola.

2 comentarios:

  1. Jose tus descripciones embellecen tu relato. Es admirable tu talento descriptivo...Un abrazo querido amigo

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    1. La fotografía es de una amiga contacto de face, me gustó mucho y se me ocurrió ese brevísimo relato...gracias Pili !!

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