El aire en las calles de
la congestionada avenida Abancay, por momentos, caía en ráfagas
densas y malolientes debido a la polución. El resoplo atronador de los motores
de autos, ómnibus y sus bocinas, más el
tedioso bochorno del atardecer convertían, a diario, ese rincón de Lima, en un lugar poco o nada
saludable. La tarde empezaba lentamente a hacerse noche, entonces don Pancho
arrió su toldito, de una ojeada calculó los magros intis del día, cubrió con un manto sus golosinas, empujó su
carretilla y exclamó, juguetón: “Hijito, vámonos a la casita”. Mientras él y su
pequeño bajaban por la larga avenida semejante
a un profundo cañón entre los escarpados y grises edificios, algunos faroles se encendieron con timidez.
Muchos
transeúntes, apresurados, parecían dificultarles el paso. Eran más de lo
habitual a las seis de la tarde. Padre e hijo iban contra la corriente, el niño buscó el borde de la chompa de lana de
su padre para sujetarse. Don Pancho notó inquietud en su hijo y le dijo:
“Toma estos caramelitos con sabor a
naranja, hijo”. El niño los tomó y empezó a saborearlos. Pero al llegar al cruce
con la avenida Nicolás de Piérola un gentío vociferante les cortó el paso. Decenas
de empleados bancarios lanzaban consignas a voz en cuello contra la
estatización de los bancos. Blandían carteles y banderolas con inscripciones de
modo amenazante. Juanito se asustó y se apretujó entre su padre y la carretilla.
La congestión vehicular y el tumulto terminaron por convertirles la tarde en
una pesadilla. Don Pancho se puso en alerta y enrumbó su carretilla hacia otro
camino. Las bocinas aullantes de los vehículos y los gritos de los empleados en
la avenida recordaban el estruendo de un
río surcando el cañón entre los sombríos y amenazantes edificios.
Padre
e hijo prácticamente huyeron dejando atrás aquella multitud vociferante. Se
internaron por callecitas apacibles y estrechas. Don Pancho empujaba su
carretilla con mucha convicción, sabía ya hacia dónde dirigirse con su hijo. Bajaron por un largo y angosto jirón cuyos tenebrosos
edificios a los lados parecían fauces a punto de cerrarse y engullirlos.
Pero entonces Don Pancho hizo una pausa, compró un paquetito de calientes
yuquitas fritas para su pequeño, dejó su carretilla estacionada y llevó a Juanito
hacia unas escaleras de mármol en medio de unos frondosos y verdísimos
poncianos cuyas ramas y hojas bailaban alegres con la brisa. El niño saboreaba
las tiernas y sabrosas yuquitas cuando su padre lo detuvo en lo alto, y le dijo:
“Mira Juanito, alza la vista”, el niño miró a su padre y luego levantó la vista
al horizonte: la ciudad pareció abrir sus fauces. Juanito quedó extasiado por
larguísimos segundos al ver ese vasto y
silencioso mar color espliego del cielo de verano limeño. Las nubes
semejaban remolinos de espuma creadas por olas extraordinarias en busca de una
playa más allá de lo que Juanito podía imaginar. Los últimos rayos de sol
doraban esos bordes espumosos a la vez que una
marea rosácea y sutil impregnaba el profundo cielo, la inmensidad
fulgurante de aquel remoto océano. Aún más allá, un mar incandescente esperaba la inminente noche.
Don
Pancho, de cuclillas, a su lado, contempló reconfortado la mirada fascinada de su
pequeño hijo volcada al cielo. Respiró
profundamente mientras una tierna y breve sonrisa se le dibujaba en el rostro.
Jose tus descripciones embellecen tu relato. Es admirable tu talento descriptivo...Un abrazo querido amigo
ResponderEliminarLa fotografía es de una amiga contacto de face, me gustó mucho y se me ocurrió ese brevísimo relato...gracias Pili !!
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