miércoles, 21 de mayo de 2014

Mi odio al fútbol: un diario lamento.

"¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales". Eduardo Galeano.


Un homenaje al fútbol arte.


Sí, pues, cuando era pequeño ¡nunca me gustó el fútbol! Me recuerdo viendo como otros niños, en el jardín de infancia o en el parque, corrían atropelladamente lanzando puntapiés unos contra otros tras una pelota. Simplemente no me veía en medio de ese tumulto. Como decía Fontanarrosa: "Tengo dos problemas para jugar el fútbol. Uno es la pierna izquierda. El otro es la pierna derecha" ¡Bah! Luego, en la sala de mi abuelita, veía a todos expectantes frente al televisor observando los partidos del mundial Argentina 78, pero yo me aburría hasta el borde de la muerte, solo quería ver dibujos animados. No tenía otra que masticar mi mal humor. Lo más bochornoso ocurrió el día que una escuela jardín invitó al mío a jugar un partido de fútbol. Hasta allá fuimos una mañana fría y nublada. Yo, muy pudoroso, con un short azul enorme, camiseta y medias blancas a  las cuales estiraba todo lo posible para cubrir mis piernecitas. Esa fue una de las dos únicas ocasiones en que he vestido como deportista ¡en toda mi vida! Nunca me agradó ser el centro de atracción, pero ahí estaba yo en medio del patio inmenso rodeado de gente, vestido con lo que siempre he odiado: ¡un short!
Como era de esperar todos los pilluelos pugnaban por patear el balón, menos yo que, parado a un lado de la canchita, veía la peloteadera. Pero el destino siempre tiene preparado momentos impensados para aquel que no los espera. De pronto del tumulto pelotero sale un rebote y la enorme y vieja pelota de cuero con cocos viene dando botecitos a mis pies. Me hallé a tiro de contragolpe, con el corazón desbocado y las orejas encendidas. Por un brevísimo segundo me llené de pelota, sentía todos los ojos puestos en mí, oí aumentar el grito de los padres. Entonces vi el tumulto acercándose, miré hacia la gente y creí escuchar que gritaban: ¡Corre! ¡Corre! Corrí, pues. Yo era un Messi cruzando la cancha, un Ronaldihno sorteando piernas, un Ronaldo (el fenómeno) llevando pelota, un Romario colocando la redonda al segundo palo… ¡GOL! El fuego de la euforia estaba a punto de incendiarme cuando, al voltear, no percibí un ambiente festivo, ninguno de mis compañeritos me abrazaba como en la televisión. Me sentí confundido hasta que el árbitro me dio unas palmaditas en la cabeza y me dijo en tono bonachón algo como: “Debes correr hacia el otro lado”.

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Arthur Antunes Coimbra, Zico: "el Pelé blanco"
A mí empezó a gustarme el fútbol leyendo sobre él antes que verlo o jugarlo. Poco antes del mundial de España’ 82 llegó a mis manos una revista de actualidad dentro de la cual había un especial: La historia de los Mundiales. Fue una gran aventura de lector descubrir que el primer organizador de un Mundial y el primer campeón mundial de futbol fue Uruguay. A través del famoso cronista deportivo uruguayo Luis Alfredo Sciutto, “Diego Lucero”, leí sobre la mítica “garra charrúa”, el famoso “catenaccio italiano”, la tragedia del Maracanazo, Ferenc Puskas y su ballet magyar, el surgimiento de Pelé y Brasil con sus tres campeonatos mundiales, Johan Cruyff y la máquina naranja, Alemania y sus dos títulos mundiales conseguidos frente a dos de las tres más grandes selecciones de todos los tiempos: Hungría y Holanda; la Argentina de Menoti y su goleador-arquero "el matador" Mario Alberto Kempes, Cubillas y sus 10 goles mundialistas. Todo esto fue un genial preámbulo para el acontecimiento de la época: El Brasil de Telé Santana. Rapidamente quedó atrás la decepción por la eliminación de Perú al ver los goles, las jugadas y el fútbol alegre y festivo de esta notable selección Brasileña. Oscar Everardi, Junior, Tonihno Cerezo, Paulo Roberto Falcao, Sócrates, Eder, fueron nombres rutilantes que se quedaron grabados en mi memoria infantil. Y, por supuesto, Arthur Antunes Coimbra, el genial 10: Zico, “el Pelé blanco”. Brasil fue la primera selección a la que vi jugar y la primera que me enseñó lo que era el fútbol real.

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Recordada squadra azurra del 82, dirigida por Enzo Bearzot
Con la fascinación por el fútbol inoculada y mi fervorosa devoción por el Brasil de Zico y compañía en todo lo alto, llegó el 5 de julio de 1982 con el partido definitorio para el pase a las semifinales entre Brasil e Italia. En el transcurso de la mañana, en el colegio, un rumor llegó a mis oídos, pero me resistí a creerlo. No lo aceptaría (aún hoy) hasta verlo por la noche en las noticias. Una inquietud creciente se apoderó de mí, nadie pareció notar mi impaciencia mientras tristes pensamientos minaban mi ánimo. La noche llegó con las noticias deportivas: Paolo Rossi había anotado tres veces -su número 20 se hizo famoso-, los azurri aplicaron el famoso catenaccio, del que tanto había leído, y habían derrotado al fútbol arte de los cariocas. Verlos irse del campo de juego eliminados fue muy triste, el desencanto me duró días. Odié a Rossi y a la squadra azurra, no quería oír comentarios de alabanza hacia Italia, ni críticas a Brasil, todo fue una profunda desazón. Si ese Brasil hubiese contado con Romario como delantero habría llegado a la final. (hubiera sido de ensueño una final entre la Francia de Platini y el Brasil de Zico).

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"El bambino de oro": Paolo Rossi, un 20 goleador
Los mundiales no fueron lo mismo luego de España 82 y México 86, se dio paso a lo físico y a la férrea estrategia -reina el resultado y lo económico- dejando sin espacio a la inspiración y el arte, aunque cada cuatro años se renueva la expectativa por descubrir una gran selección y ver partidos memorables que se conviertan en míticos en la historia de los mundiales. Porque como afirmaba el flaco César Luis Menoti: “El fútbol es un hermoso pretexto para ser feliz”.

jueves, 8 de mayo de 2014

El diario transitar del buuus fantasma

antiguo y diario transporte público
Clásico  transporte público de los 70's y los 80's

Curiosa y reveladora fotografía de este viejo ómnibus de transporte público. No contrasta con  los recuerdos que aún guardo de él en mis días de estudiante universitario: siempre arrojando tenebrosas fumarolas, deambulando a diario entre las calles como un tétrico buque fantasma y siempre llevando consigo, cual personaje de Gabo, un ámbito propio: uno desdichado. No importaba la época del año, siempre lucía destartalado, con las lunas de las ventanillas traseras tiznadas de monóxido, mientras que el resto de lunas, impregnadas de smog, siempre lucían impenetrables a la vista. Sus motores traseros rugían como una bestia agonizante (su tubo de escape, a modo de chimenea a un lado de su parte trasera, emanaba una malsana y ennegrecida humareda), pero eran lo suficientemente enérgicos para empujar ese grisáceo armatoste hacia destinos que nunca conocí.
Sin duda viajé en este tipo de ómnibus siendo un niño -habían buses rojos, verdes, azules y negros-, aunque mis recuerdos son vagos. Al estar acompañado de mi madre y no tener, este, el aspecto mortecino y lastimoso de sus últimos años quizás hicieron que fueran un transporte público más para un infante como yo. Cuando reparé en él por primera vez luego de muchísimos años lo miré con algo de fascinación, pensé: “¿Dónde estuvo esto?”. Tuvieron un final lamentable, pues terminaron con dos o tres penosas y errantes unidades por algunas calles de la Lima de finales de los noventas e inicios del nuevo siglo.
De pronto me percataba de él justo en el momento que se detenía en una calle, abría sus puertas, con alguna brusquedad, -jamás vi subir ni bajar a nadie- y parecía invitar en vano a los transeúntes. Las personas en los paraderos ignoraban su miserable y hermética presencia, pero luego  cerraba sus puertas y partía dejando su venenoso rastro humeante en el aire y el apagado y lastimero gemido de sus motores. “El único lugar al que puede llevar un vehículo así es al cementerio”, pensaba. Simplemente era una aparición salida de aquella vieja serie de terror: “Un paso al más allá”.

El transitar diario del viejo ómnibus
"El submarino" o "la veintifumo"
Pero era, a pesar de su aspecto calamitoso y atemorizante, un transporte quijotesco -“el ómnibus de la tristísima figura”- y atento con las reglas de tránsito: hasta donde recuerdo se detenía en las esquinas ante los cambios de luz del semáforo, no tenía un claxon estrepitoso, ni un  vulgar cobrador colgado de la puerta. Nadie parecía advertir su pausado y sigiloso deslizar Sus puertas se abrían al detenerse y se cerraban antes de partir a su incierto destino. Todo en él semejaba a un caballero antiguo con un pasado atroz y, caído en desgracia, condenado a vagabundear por la vida sin siquiera recibir la misericordia de nadie.

El desfile diario de vetustos autobuses por Lima
Herméticos y sucios autobuses chimenea
Alguna vez tomé la decisión, al verlo doblar una esquina, y si tenía la oportunidad, de subir y deslizarme con él hacia esa ruta misteriosa.  Fue el verano del 2001 cuando lo vi detenerse en la avenida Brasil. Abrió sus puertas a solo unos pasos de mí. La tarde luminosa no lograba aplacar el lastimero aspecto del ómnibus. Sus puertas abiertas dejaron sentir su aliento, un embriagante olor a petróleo. Intenté ver al chofer a través de las grandes lunas, pero apenas pude vislumbrar una silueta siniestra al volante, de los pasajeros…ni hablar. Me mantuve expectante a la espera de que alguien subiera y luego lo haría yo. Pero nadie lo hizo, el ómnibus de la tristísima figura cerró sus puertas y partió con parsimonia. Su carcasa metálica y vibrante se deslizó a solo centímetros de mí.

Viejo ómnibus contaminando a diario la ciudad
Contaminante, ruidoso y viejo autobús limeño.
Aún se detuvo, por breves instantes, unos metros adelante. Luego apresuró sus ruidosos motores. Por entre las sucias rejillas traseras y por su chimenea, a modo de tubo de escape, vi las lúgubres humaredas escapando abundantemente. Como un buque derrotado se alejó hacia el horizonte veraniego de la Avenida Brasil. Yo permanecí de pie contemplándolo como el resignado Ben Joyce al navío “Duncan” en el  final del cuento de Julio Verne: Los hijos del Capitán Grant, para no volverlo  a ver nunca más.

Un homenaje: el viejo ómnibus chimenea es algo en el camino...