lunes, 27 de mayo de 2013

Un caballero y su gato


     Antigua, típica y sencilla bodega de barrio, casi una copia de las muchas que llegué a conocer de niño, donde lo más delicioso que  uno podía pedir era: un pan calientito con jamonada y una inka kola. Era típico también, a veces, encontrar un inusual recepcionista, un indolente y poco voluntarioso anfitrión, camuflado sobre el mostrador: un gato.
     La vieja casa de mi tío abuelo Gerardo Santana se encontraba en los vericuetos del barrio La mar en la populosa la Victoria, apenas si llegué a ir un par de veces con mi madre. Tendría algo más de 10 años cuando fuimos a visitarlo un atardecer. Me sentía tontamente importante: ¡iría a la bodega de un pariente!
     La tarde era calurosa aún así que la bodega estaba vacía de clientes inoportunos. Mi tío mismo se encontraba casi aletargado  sentado tras el mostrador, pero al ver a mi madre se despabiló y alegre y caballeroso exclamó: ¡María Elena! Luego conversaron mientras yo -apenas si llegaba al borde del mostrador- paseaba la vista por todos los artículos de la bodega: sacos de maíz, arroz y menestras. Me alcanzaron un paquete de galletas y al hacerlo me acerqué al mostrador, entonces lo vi: un gato.
     Nunca había visto un gato semejante: acurrucado sobre el mostrador, al lado de una balanza, había pasado desapercibido para mí al entrar. Permanecía imperturbable con la pose majestuosa de la esfinge egipcia, con los ojos cerrados los cuales entreabría apenas y, con cierto desdén, por momentos. Mientras saboreaba mis galletas de soda -aquellas de un ligero sabor ahumado que ya no son más- lo contemplé con gran gusto: era enorme, robusto, con un tupido y corto pelaje  plomizo, bajo el cual se adivinaban sus pequeños músculos de felino depredador; tenía las patitas delanteras dobladas hacia sí. Era el soberano del mostrador, nada ni nadie rompían su soberbio dominio, y, en ningún momento, aunque se me cruzó la idea, estiré la mano para acariciar su casi irresistible pelambre. Parecía haber alcanzado el nirvana, su rostro redondo, achatado  y denso de ese pelambre cenizo invitaban a recorrerlo con los dedos. Pero él seguía impávido a mi fascinación infantil.
     Jamás volví a ver a aquel gato, pero si a mi tío:  A primera vista parecía un hombre rudo e inaccesible, pero ya luego su expresión corporal, su voz y su trato -con los años llegué a verlo otras veces en su otra casa- disipaban esa impresión. Era sencillo y discreto aún en su casa; pero su buena mano en la cocina: estofados de carne, olluquitos con charqui y sus guisos de bacalao redondeaban su fama familiar. Alguna vez llegué pidiendo auxilio a una de sus hijas por unos viles problemas de física: poleas, pesos, resistencias. Él se encontraba sentado en su mueble viendo la final de la Copa América entre Chile y Uruguay, y, mientras intentaba en vano comprender los crípticos problemas, deseaba estar sentado a su lado en esa fría tarde, ver juntos el partido y charlar como nunca pudimos hacerlo. Muchos años después me apadrinó en mi ceremonia de graduación de la universidad y luego, caballeroso y gentil, solía enviarme botellas de vino a mi casa. Esta foto (no es él, ni su bodega) removió estos recuerdos. Él falleció ya hace varios años. Dicen que las mascotas se parecen a sus dueños (ese dicho no funciona aquí), aquel espléndido gato se llamaba: Sapiolo. Me cuentan que ese raro nombre se debía a que el minino no era tan calmado como creía sino que era:  ¡muy sapo!


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