lunes, 21 de enero de 2013

Un gitano

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Semana tras semana convaleciente,  a diario percibiendo los aderezos de mi madre, pero solo hasta ahora, al sentirlo, me asalta, irreprimible, como un estornudo, la imagen nítida del jardín en el cual estudiaba de niño. Si bien poseo algunas pocas fotos de esa época, ésta es la única en la que me recuerdo: cerca a cumplir cinco años, con ya pleno uso de razón, apenas terminado de aprender a leer y ya capaz de decirle a mi madre: "Me gustan estos pantalones". Esta toma es del verano  del 75 y, junto con mi hermana, estamos disfrazados de gitanos. Le tomé gran afecto y gusto -según yo me quedaban muy bien- a esos pantaloncillos  blancos de textura drill,  con franjas verdes y verticales. 
Día de fiesta, verano setentero: se rompía la rutina diaria. A través de una  ventanita que conectaba el aula con la cocina por la cual pasaban los platos a la hora de la merienda, vi el trajinar de las cocineras en medio de la pequeña pero impecable cocina iluminada por un amplio ventanal. El sol hacía reverberar los vidrios pintándolo todo de un halo cálido: Ollas humeantes, sonido de platos, algún intercambio de palabras, unas sonrisas para el travieso intruso. Luego una de ellas cogió una fuente cubierta con un paño blanco, lo puso sobre la  única mesa en medio de la  cocina, quitó el paño y dejó ver unas enormes y espléndidas papas amarillas ya cocidas, peladas, de textura arenosa y que aún desprendían ondas de vapor. Como en un ritual las fue sacando de dos en dos y las colocó dentro de un  fulgurante aparato metálico que sostenía con las manos, luego las papas aquellas salían transformadas en copos dorados y, aún humeantes, caían formando una masa tierna cobijada por la reluciente porcelana de una fuente blanca: ¡ Promesa de una rica causa !
Fueron horas interminables en medio de juegos, el almuerzo y, luego, más juegos. Como fondo musical cumbia colombiana. Hacia la tarde, mientras todos jugábamos, algo iba poco a poco  preocupándome: las rodillas de mis bonitos pantalones. Mi mamá me había advertido de jugar sin arrastrarme por el piso, pero lo había olvidado por completo. Continué con los juegos junto a los compañeritos intentando tener algún cuidado. Pero cuando el atardecer empezó a refrescar, algo terminó por entristecerme: un agujero en una de las rodillas del pantalón que casi usaba a diario, la otra rodilla seguía el mismo destino. Una gran desazón me invadió, pero esto se combinó con -ahora lo sé- incertidumbre: el lunes tendría que asistir al jardín:  ¡vestido con un short !... ¡la Lolita me vería en short!




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