miércoles, 23 de octubre de 2013

OCTUBRE: una tarde con papá.



Muchos años después frente a la casi aplastante blancura del techo, el náufrago extranjero había de recordar aquella tarde remota  en la que su padre lo llevó a ver una pelea de gallos.
Su  calle era entonces la primera de un extenso jirón cuyo irregular terreno se elevaba cuadra tras cuadra. Sí, el jirón Julio C. Tello era una rampa empinada y pedregosa. En el verano se volvía reseca y dura, ideal para abrir surcos y jugar a las bolitas o al trompo. Pero en otras ocasiones todo el ancho del jirón se convertía de un día para el otro en el cauce de aguas  turbulentas y apresuradas calle abajo. Los vecinos tenían que hacer peripecias para colocar largos tablones para intentar cruzar y alcanzar las bodegas que se hallaban en frente así como también evitar que el torrente madrugador e inesperado se metiera en sus casas.
Lo empinado del terreno no impedía, claro, que su calle fuera el escenario de todos los juegos infantiles del momento: desde el fútbol, pasando por la chapada, el matagente y las escondidas hasta el san miguel. Era la misma calle en la que un buen día recibió un pelotazo en la nariz y entre todos los chicos lo llevaron donde su abuela para que le detuviera la hemorragia, la misma en la que recibiera una pedrada en la cien y, nuevamente, su abuela cauterizara con ceniza la herida sangrante. La misma en la que, aunque rara vez, paseaba el terror enfundado en harapos: ¡la loca "Antuca"! La misma en la que el bravo perro de su abuela perdiera un ojo en una brutal pelea y quedara tuerto sin que eso hiciera menguar su fiereza. La misma en la que sostuviera una riña con un chico nuevo en el barrio y terminara empolvado luego del forcejeo en el suelo, pero con la satisfacción de haber sido más fuerte que el otro.
A mediados de año, en la temporada de vientos, el cielo color espliego se poblaba de multicolores cometas de todas las formas y tamaños. La suya era enorme, de 6 lados, con el símbolo pirata en el centro y su nombre...sentía una gran fascinación ante la tensión del pavilo entre sus dedos, y esta aumentaba cuando lograba enredar otra cometa y, roto el pavilo de aquella, la traía hacia su calle sintiéndose victorioso.
Frente a su casa vivía el "Papi", el mayor de los sabandijas del barrio, siempre llevaba una gorra verde olivo sobre la cabeza -alguna vez pudo ver que le faltaba cabello en varias zonas-, era de temer en los juegos pues siempre ganaba, ya había perdido muchas bolitas ante él una tarde. Pero su mayor atractivo era su hermana, ella era algunos años mayor que todos los chicuelos de la calle. Al pequeño extranjero le gustaba contemplarla por las tardes cuando la adolescente salía a hacer algún mandado. Su cabello largo y castaño que ella acomodaba con un breve y femenino movimiento de la cabeza, y su piel de nácar fulgurante, revelado por una breve falda y una blusa sin mangas, suscitaban en él una vaga fascinación pues no podía dejar de seguir con la mirada su grácil figura. Nunca se atrevió a preguntarle su nombre a nadie, mucho menos a ella.
Luego del almuerzo, en épocas de verano, solía contemplar también, desde la vereda de la calle, hacia abajo, en la lejanía, más allá de su calle, una amplia planicie en la cual podía ver dibujarse, en medio de la reverberación de la tarde: una avioneta. Todo parecía detenido en el tiempo y aplastado por el sopor y el resplandor del verano. Él esperaba ser testigo del preciso momento en que despegara mientras un rumor denso y cansado inundaba la atmósfera estival. Era un lamento lúgubre que cortaba la resplandeciente y ardorosa cortina veraniega.
Aquella calle -su mundo conocido-, apenas una cuadra, estaba limitada hacia abajo por una avenida circulada por ómnibus destartalados, autos vetustos y fugaces extraños. Hacia el lado opuesto, un interminable y bullicioso mercado formaban la frontera de su mundo. Jamás se aventuraba solo ni al sur ni al norte de su calle, todo eso era "el mar tenebroso". Solo en una ocasión se le ocurrió caminar solo hacia el mercado cuyos comerciantes ya terminaban su faena diaria. Lo que vio lo asaltó en pesadillas durante meses.
Así pues era extraño alejarse de su barrio. Pero una tarde su padre sin mayor aviso los llevó a él y a su hermana a un lugar distante más allá del "mar tenebroso". Había que caminar de prisa para no perderle el paso a su padre. Una vez llegados a un enorme local había que sortear al gentío mientras la música y los puestos de comida brindaban un ambiente festivo, pero al pequeño extranjero solo le importaba no perder de vista a su padre varios pasos más adelante. De pronto se detuvieron ante un circulo de tierra en medio del pavimento.
Sentado al borde del círculo duro y frío, con su padre y su hermanita, veía aburrido sin saber qué esperaban, el bullicio y jolgorio de un ambiente criollo: música, comida, bebidas y personas fumando. Solo ellos estaban sentados alrededor del círculo de tierra. Llegó un instante en que no solo se aburría mucho sino que se sentía molesto con su padre. Masticó su frustración pues con él no había lugar a niñerías. Permaneció en silencio impaciente y de vez en cuando miraba de soslayo a su alrededor pensando en regresar a su calle, a su casa con su madre.
Esos pensamientos lo distraían cuando, repentinamente, varias personas empezaron a aglutinarse alrededor del círculo de tierra. Un desconocido les pidió que se levantaran lo que le hizo sentirse abochornado. Ahí, de pie sobre el borde de cemento, vio entrar al círculo de tierra a dos tipos llevando cada uno un gallo. Luego todo transcurrió muy rápido: los gritos de la gente, la música, el bochorno del ambiente y los saltos de los gallos lo aturdieron un poco. Miraba la pelea ensimismado mientras un vago presentimiento iba minándolo aún más, algunas plumas flotaban en el aire. Los erizados y coloridos gallos se embestían una y otra vez en una danza saltarina feroz.
Uno de los gallos se quedó sentado con la cabeza muy erguida y el bullicio cesó. El ingenuo extranjero pensó: "se ha cansado el gallito". Un hombre ingresó al círculo de tierra y cargó al gallo que seguía envalentonado con las plumas crispadas. Otro hombre se dirigió hacia el otro gallo que continuaba sentado apaciblemente y con los ojos expresivos y vigilantes. Entonces el pequeño entendió lo que había sucedido: cuando aquel hombre alzó al gallo vio que una de las piernas estaba cortada a la altura de la articulación cerca al espolón y que este tenía atado algo metálico y filudo; notó el blanco del cartílago y solo unos ligamentos con un poco de piel sostenían el resto de la pata. La imagen terminó por angustiarlo. Con rapidez su padre los llevó de ahí sin decir palabra alguna. La pesadumbre había reemplazado al día festivo.